Ante las crecientes olas de calor que abrasan nuestras ciudades, recientemente han surgido debates relevantes sobre cómo asegurar el confort térmico de sus habitantes, en particular en el caso de las capas de población más vulnerables, como los niños y la gente mayor. No obstante, a menudo estos debates se afrontan con una perspectiva a corto plazo y que pierde de vista un hecho clave: que los lugares que habitan las personas son parte de la biosfera, una pequeña parte de nuestro planeta que está sufriendo cambios irreversibles, causados también por las “soluciones” que los seres humanos buscamos a nuestros “problemas”, como el aumento de la temperatura. Sin una biosfera con condiciones aptas para la vida, faltan los presupuestos para cualquier otra cuestión.
Sin embargo, los impactos de la actividad humana han superado la capacidad del planeta de regenerar los recursos y mantener el equilibrio de los ecosistemas y la atmósfera, que, a la vez, son la base de la vida humana. Uno de los efectos más conocidos, aunque no el más urgente, del impacto de la actividad humana es el calentamiento global. Cada año vivimos veranos más largos y con episodios de calor –y, en general, meteorológicos– más intensos. Una de las consecuencias más notables es que experimentamos la sensación de calor con más frecuencia.
Históricamente, el ser humano ha desarrollado muchas técnicas para evitar el sobrecalentamiento de su organismo, tanto en espacios exteriores como en espacios interiores. En espacios exteriores, los ejemplos más notables son espacios ajardinados, con una gran presencia de sombras, cuerpos de agua y ventilados. En cuanto a la edificación, la arquitectura vernácula ha definido materiales y técnicas constructivas para evitar el sobrecalentamiento de los espacios y garantizar el bienestar térmico de los ocupantes. Además, hay varias técnicas para refrescarse a sí mismo, adaptando la ropa, los alimentos, la actividad metabólica, el mobiliario. Evidentemente, el límite de las actuaciones a escala de edificio lo define el entorno próximo, que define el microclima local, así como las dimensiones regionales y globales.
Pero, ¿qué es el bienestar térmico?
¿Qué significa realmente experimentar una sensación de bienestar? ¿Es simplemente la ausencia de malestar? ¿Es una experiencia corporal o un estado emocional? El bienestar térmico, o confort higrotérmico, se define como la ausencia de malestar térmico, cuando los mecanismos fisiológicos termorreguladores no tienen que intervenir.
El doctor David Linden, profesor de Neurociencia a la Johns Hopkins University, sugiere que la razón por la cual asociamos las playas tropicales con el paraíso es porque en estos ambientes es donde el cuerpo humano necesita hacer menos esfuerzo metabólico para mantener su temperatura interna.
En edificios, el confort térmico se refiere a la sensación percibida en el interior. Los edificios modifican las condiciones del entorno externo y tendrían que reducir el esfuerzo que el cuerpo humano necesita hacer para mantenerse estable a una temperatura corporal normal.
Así, también los límites del confort térmico son notablemente flexibles. En varios estudios se ha observado que las personas se pueden sentir cómodas a temperaturas que oscilan entre 6 °C (un día de invierno soleado y sin viento) y 30 °C (un día de verano ventilado y a la sombra). Aquí se trata de una franja de bienestar, no de supervivencia a los extremos. Al margen de los parámetros directamente medibles que definen el confort térmico (como son la temperatura del aire, la humedad relativa, la velocidad del aire, la temperatura radiante, así como el metabolismo y el grado de vestimenta de las personas), hay otros aspectos que inciden mucho en la sensación térmica, sobre todo aspectos culturales y expectativas generadas.
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No obstante, aparece en la normativa y en el mercado un nuevo producto, el confort térmico, que garantiza una liberación general y constante del calor en espacios interiores, sin tener que alterar nuestros hábitos de trabajo, horarios laborales, arquitectura o expectativas. Esta homogeneización del confort a través de unas condiciones ambientales prefijadas de los espacios interiores lleva a un abandono del ambiente exterior, cada vez más ajeno a los individuos y a la colectividad. De este modo, perdemos todavía más la perspectiva sobre la natura, el planeta y sus límites.
El aire acondicionado: causa y consecuencia del cambio climático
A pesar del extenso abanico de opciones tradicionales para combatir el calor en los edificios, la instalación de aire acondicionado (AC) se impone cada vez más como una solución comercialmente fácil y de respuesta rápida.
La mayoría de los sistemas de AC del mercado son relativamente baratos y muy ineficientes, lo cual comporta un alto consumo de energía. Otro gran problema con los aparatos de aire acondicionado es las fugas a la atmósfera de los refrigerantes de hidrofluorocarbonos (HFC), importantes contribuyentes al calentamiento global. El más utilizado, R-410A, tiene un efecto invernadero dos mil veces más potente que el dióxido de carbono.
En su forma gaseosa, los HFC se pueden escapar a través de las juntas de las cañerías (una unidad residencial típica puede perder el 10% del refrigerando cada año) o se pueden liberar completamente a la atmósfera si se tira un aire acondicionado sin drenarlo adecuadamente.
La historia del enfriamiento de los espacios personales y profesionales está entrelazada con la de las clases sociales, el racismo y la institución de la esclavitud. Los niños esclavizados que vivían en climas calientes eran obligados a ventilar sus opresores durante largas horas o a mover aire a través de recipientes con agua en un esfuerzo para enfriar salones y palacios enteros. Una vida se consolaba a expensas de otra. Hoy en día, la brecha socioeconómica global entre los que pueden refrescar su entorno y los que no pueden se amplía rápidamente.
¿Aire acondicionado para todos?
Según datos de la Agencia Internacional de la Energía, en 2022, el consumo de energía para la refrigeración de espacios aumentó más del 5% respecto al 2021. El número de unidades residenciales en funcionamiento se ha triplicado desde el año 2000 y ha alcanzado más de 1.500 millones el 2022. El mayor consumo de energía para la refrigeración de espacios afecta especialmente la demanda máxima de electricidad, sobre todo durante los días calurosos, lo que significa que se pueden producir cortes de energía.
Esto es así porque el aire acondicionado, como todo sistema eléctrico, se apoya en una red de suministro que está cada vez más tensionada. Confiar la capacidad de refrescarnos exclusivamente en el aire acondicionado y, en general, en sistemas eléctricos, es una apuesta muy arriesgada y con un grado de resiliencia bajo. Cuando los episodios de cortes de suministro eléctrico aumenten cada vez más, tanto por el cambio en la producción de energía (más renovable, que es más fluctuante) como por el aumento de la demanda punta a causa del aire acondicionado, toda tecnología que dependa de la red eléctrica estará en riesgo de no tener garantizado el suministro.
Vías de respuesta: aumentar la resiliencia de los espacios que habitamos
Como pasa con los grandes problemas ambientales de la sociedad, las soluciones tienen que ser a la vez globales y locales, tanto de la sociedad como de sus componentes individuales. La aclimatación en un mundo más cálido es una necesidad de supervivencia.
Los cambios en la dieta occidental también han influido en nuestra percepción de la necesidad de aire acondicionado, así como en su uso. La grasa subcutánea, aquella que se encuentra bajo la piel, funciona como una barrera para que el cuerpo pueda liberar calor, y esto juega en contra de la termoregulación.
Sin embargo, existen limitaciones. La adaptación a este nuevo mundo solo se puede lograr en parte a través de respuestas fisiológicas. El resto tiene que derivar de estrategias dirigidas a reducir la exposición al calor mediante alteraciones de los patrones sociales, culturales, tecnológicos y de comportamiento. Se requerirán cambios en los edificios y el diseño urbano, la vestimenta, los comportamientos socialmente aceptados y los horarios de trabajo, así como reorientaciones en la industria, la infraestructura y el transporte.
Hay un orden de prioridades a tener en cuenta: primero, reducir la demanda, es decir, adaptarse. Esto pasa por: 1) evitar que entre el calor en las casas (protecciones solares), 2) disipar el exceso de calor (ventilación), 3) calor modular (aprovechar la inercia térmica), 4) evitar el calor generado en el interior (reducir la cantidad de calor que generan los aparatos eléctricos, los procesos de cocina, etc.).
A nivel de edificios, la construcción de nuevos edificios generaría un nivel de emisiones de CO₂ que superaría las cantidades previstas para evitar el desastre climático. Así, habrá que adaptar las existentes teniendo en cuenta el clima local.
Cuando la vía de la reducción de la demanda está agotada, entonces se tiene que plantear la gestión de los elementos activos, pero mitigando los impactos. Los ventiladores de cubierta son un sistema de muy bajo consumo que consigue generar condiciones de confort aceptables con temperaturas de hasta 30-32°, según condiciones de humedad.
Muchas veces, el ruido y la contaminación provocados por el tráfico son un obstáculo para que las personas puedan ventilar adecuadamente sus viviendas. Esto significa que las actuaciones a nivel de ciudad son fundamentales. Es necesario eliminar el transporte motorizado privado. Esto derivará también en una reducción directa del calor en la ciudad, ya que buena parte del combustible quemado en un motor se transforma directamente en calor residual.
Las comunidades energéticas también pueden ser un instrumento para organizar los recursos energéticos en función de las necesidades básicas y favorecer unos espacios comunitarios climatizados por encima de un modelo que prevea aire acondicionado individual para todos. El mundo anterior al AC era un mundo en el que las personas sabían cómo manejar el calor, no solo personalmente, sino como comunidad.
Es preciso reforzar el uso del espacio público, especialmente en las ciudades, donde hoy en día vive el 56% de la población mundial y dónde, según el Banco Mundial, vivirá el 70% el 2050, así como favorecer actividades en espacios exteriores, debidamente sombreados, en vez de hacerlas en edificios cerrados.
El problema del siglo XXI no es el de la eficiencia, sino el de la definición del nivel de suficiencia, que requiere una discusión sobre necesidades básicas y bienestar. Sobre todo, el concepto de bienestar colectivo en contraposición a la quimera del bienestar individual. Quién podrá lograr o mantener el bienestar y a qué precio. Los efectos del cambio climático están demostrando que el bienestar material de algunos de nosotros afecta la supervivencia de los otros, incluyendo las generaciones futuras.
Las soluciones climáticas duraderas dependen de nuestra capacidad para redefinir lo que hace que nuestras vidas tengan sentido, no de nuevas tecnologías o mejores productos.
En esta realidad petrocapitalista, centenares de millones de personas en países en desarrollo con una creciente clase media –como son China, India e indonesia– y que no han vivido históricamente el bienestar material euroamericano, ahora lo quieren para ellos.
Si viviéramos en un mundo con recursos ilimitados, quizás todo el mundo debería tener acceso a un sistema de aire acondicionado. Pero no tenemos recursos ilimitados. Así que nos corresponde repensar cómo redefinimos el confort, el bienestar y el disconfort, y desde qué perspectiva.
El disconfort es información relevante que el enorme y complejo sistema climático de nuestro planeta nos envía. Y, en vez de sentir nuestros cuerpos, o repensar nuestros edificios mal pensados, o repensar nuestras normas culturales, corremos el riesgo de aislarnos en espacios estancos y exportar el calor a los otros.