Quien más quien menos nos hemos preguntado porqué a veces oímos hablar de consumo responsable, otras de consumo sostenible, de consumo consciente… Y hasta de consumo ecológico, crítico, ético o transformador. Y si seguís leyendo veréis como la lista es todavía más larga.
Os adelanto que, en la mayor parte de los casos, todas las denominaciones se refieren, más o menos, a la misma idea. Y que las diferencias son a menudo de acento, de matiz. Además, todos los términos utilizados corresponden a valores necesarios ¿Quién puede creer que no es positivo ser una persona razonablemente consciente, crítica, ética o responsable?
Pero, como dice un refrán de origen anglosajón, “el Diablo está en los detalles”, por lo que le podemos sacar bastante jugo a destripar de dónde vienen y en qué ponen énfasis los diversos calificativos. No solo como un ejercicio de curiosidad intelectual -que también-, sino porque entender las diferencias puede ayudarnos a reflexionar sobre cómo vivimos una práctica tan omnipresente en nuestras vidas como el consumo. Y, de paso, podremos saber con qué calificativo (o calificativos) nos sentimos más identificadas.
Por cierto, he hecho el ejercicio de buscar los conceptos antes mencionados en la red, para comprobar cuál es el más usado. Y el ganador es… Consumo responsable. Le siguen, a bastante distancia y por este orden: consumo consciente, crítico, sostenible, nueva cultura del consumo, ético, ecológico, alternativo, y transformador. Aunque las propuestas de consumo “comprometido” más usadas en la red no son las anteriores, sino los términos «vegetariano» o «vegano», que triplican el número de menciones de consumo responsable.
Dicho esto, vamos a analizar los diferentes calificativos, valorando las fortalezas y debilidades de cada uno de ellos.
Los más usados: consciente y responsable
La revista Opcions explicaba en una editorial de 2004 que optaba por dejar de usar el término consumo responsable y pasaba a hablar de consumo consciente porque esta última fórmula nos remite más a tener conocimiento de qué estamos haciendo y a actuar de acuerdo con el criterio propio. Mientras que la palabra responsable puede ser más fácilmente asociada a unos principios que nos vienen dados.
Podríamos decir que consciente está más emparentado con una vivencia más “liberal”. Mientras que responsable está más cerca de una vivencia más “moral”, más próxima a entender que hay actos que están “bien” y otros que están “mal”. De hecho, a menudo se critica a la idea del consumo consciente por ser un término que suena a new age, y por tanto a una cultura más light, más hedonista, y más individualista que comprometida.
Podemos escuchar, con parte de razón, que “no basta con ser consciente, sino que además hay que ser responsable y consecuente”. Personalmente opino que tanto los valores liberales como el compromiso moral funcionan mejor juntos. Y prefiero la combinación virtuosa de lo mejor de ambas influencias a los excesos de cada una por separado, que pueden derivar en visiones y vivencias cercanas a un “liberalismo amoral” o a un “moralismo libertifóbico” (esta serie de artículos de Ignacio Sánchez – Cuenca aporta algunas claves al respecto del origen de estas actitudes).
(Por cierto, tanto «consumo consciente» como «consumo responsable» son fórmulas que pueden dar lugar a confusión, por remitirnos a la prevención del abuso de alcohol y otras drogas).
Ético y responsable. La tentación de la culpa individual
Vuelvo al apellido responsable, vinculándolo al concepto de consumo ético, porque quiero hablar de los términos que apelan al compromiso. Consumo ético es una denominación próxima a los movimientos de comercio justo, muy vinculados históricamente al cristianismo y la solidaridad con los colectivos más desfavorecidos, cuyas influencias en las diversas tradiciones de izquierda son también notables. Cristianismo e izquierda comparten a menudo querencias (muchas veces inconscientes) por la idea del sufrimiento como camino de virtud redentora.
El peligro de estas denominaciones es que nos acercan a la sensación de que hay actos que están “bien”, y otros que están “mal”. Y pueden remitir con mayor facilidad a la culpa y al sentimiento de fracaso en las muchas ocasiones en las que no nos resulta fácil consumir de acuerdo con nuestros valores. Diversos movimientos (ecologismo, comercio justo) han utilizado imágenes y situaciones dramáticas para fomentar cambios en los patrones de consumo. Aunque, en este sentido, uno de los movimientos sociales “campeones de la culpabilización” es el animalismo, que recurre muy a menudo a imágenes muy duras como acicate del cambio.
El uso de la culpa para incentivar cambios tiene una gran capacidad de impacto, pero también graves riesgos asociados, entre ellos el de reducir los problemas a errores o “flaquezas” individuales, asumiendo sin quererlo el dogma neoliberal de que los cambios colectivos dependen únicamente de la suma de voluntades y esfuerzos -o sacrificios- individuales, corriendo el riesgo de minimizar la importancia de los cambios estructurales y de “sobre-responsabilizarnos”, al sobredimensionar nuestra capacidad de influencia.
Crítico, transformador, nueva cultura del consumo
Crítico y transformador son dos apellidos que, al igual que la denominación nueva cultura del consumo, nos remiten en mayor medida a la necesidad de cambios estructurales.
Son términos menos susceptibles (sobre todo crítico y transformador) de ser adoptados por parte de empresas con prácticas muy alejadas o incluso contrarias a la esencia de conceptos como la alimentación ecológica, la sostenibilidad o la justicia social.
«Crítico» presenta como defecto principal el ser un concepto “en negativo”, cuando una de las principales potencialidades de los cambios en nuestro consumo es ser una herramienta empoderadora, optimista y que pone el acento en lo que sí podemos hacer (de hecho en algunas ocasiones el término consumo positivo se ha usado también como sinónimo de consumo consciente).
Uno de los principales defectos de denominaciones como crítico o transformador es que pueden resultar “poco sexis”. Cuando una de las principales virtudes de las mejoras en los hábitos cotidianos es que son, para muchas personas no especialmente concienciadas a priori, una puerta de entrada fácil y atractiva a nuevas interpretaciones de la realidad. Quizás no sea buena idea poner barreras con conceptos “solo aptos para iniciadas”.
De 2006 a 2016, Opcions utilizó el término consumo consciente y transformador en un intento de combinar las virtudes y compensar los defectos de ambos apellidos por si solos. Pese a ser conceptualmente muy acertado, es una fórmula demasiado larga y poco atractiva para muchas personas, como sucede con la idea de nueva cultura del consumo. Y es que seguramente son denominaciones muy adecuadas para documentos técnicos, políticos o académicos, pero no tanto para la divulgación y el uso cotidiano.
Consumo alternativo y alternativas de consumo
El término alternativo lo encuentro útil y sugerente cuando nos referimos hablar de alternativas de consumo, o sea, de aquellas iniciativas -generalmente emergentes- fuertemente comprometidas con el consumo consciente, como la banca ética, las cooperativas de consumo…
No me parece igualmente acertado para hablar de la realidad del consumo consciente en su globalidad, ya que prácticas concretas -como el ahorro energético o la reducción del consumo de envases- son practicadas ya, de manera más o menos habitual por la mayoría de la población en nuestro contexto. El consumo consciente ya no es, por suerte, una práctica emergente o alternativa, sino un hecho consolidado.
Ecológico y sostenible, demasiado sesgo “ambiental”
La ecología y la sostenibilidad son propuestas profundamente transformadoras y comprometidas con la transformación en un sentido integral (también social, económica, política y cultural). Así definió la Cumbre de Río de 1992 la sostenibilidad. Y así lo defienden corrientes como el “ecologismo social” y la “ecología política”, y organizaciones como Ecologistas en Acción o Equo.
«Ecológico y «sostenible» son conceptos muy manoseados en la práctica empresarial, a menudo por puro afán de negocio.
El problema no es el origen de los términos ecológico y sostenible sino su uso. Por un lado, son conceptos muy manoseados en la práctica empresarial, a menudo por puro afán de negocio. Pero podríamos decir que lo mismo le sucede a muchas otras denominaciones.
En mi opinión la flaqueza difícilmente resoluble de estos conceptos es que cuando hablamos de algo ecológico o sostenible, queramos o no, pensamos automáticamente en “lo ambiental” y nos cuesta horrores, incluso a las más concienciadas, conectar con una visión más global. Y vivimos una época en la que lo ambiental ocupa portadas -¡por fin!-. Y en la que, en alguna medida, el relato y prácticas ambientales están siendo incorporadas a algunos patrones de consumo y al comportamiento empresarial. Mientras que aspectos como los derechos laborales, las economías locales o la justicia fiscal se encuentran en franco retroceso, como ejemplifica este artículo de Esther Vivas sobre la evolución del consumo de alimentos de producción ecológica certificada. Por todo ello no seguiría subrayando la dimensión ambiental del consumo consciente -necesaria pero afortunadamente ya muy extendida-. Y apostaría por reforzar en el imaginario social los vínculos de la propuesta con el empleo local, con la justicia laboral y fiscal, y con la promoción de las economías transformadoras -muy especialmente de la economía social y solidaria-.
(Paradójica y complementariamente en el sector de la economía social y solidaria se están produciendo debates recientes para promover su mayor implicación en la transición ecológica).
Conclusiones
Personalmente, en clave divulgativa, prefiero el término consumo consciente, por su carácter más “ligero” y “optimista”, más alejado de tentaciones dramáticas o moralistas, que puedan sobredimensionar la importancia de nuestras decisiones individuales y aproximarnos a la culpa. Y es que sigo creyendo -cada vez más- que la energía dedicada a fortalecer alternativas colectivas y a promover cambios estructurales es mucho más eficiente que la dedicada al perfeccionamiento de nuestros hábitos personales.
La energía dedicada a fortalecer alternativas colectivas y a promover cambios estructurales es mucho más eficiente que la dedicada al perfeccionamiento de nuestros hábitos personales.
En clave más técnica, me gusta el término «nueva cultura del consumo» porque acoge bastante bien en un solo concepto las que considero las dos principales aportaciones del consumo consciente. La primera de ellas es ofrecer modelos de éxito personal y colectivo alternativos al consumismo: el buen vivir, la simplicidad voluntaria, la slow life… Que apuestan por combinar frugalidad y ética como camino a la felicidad. La segunda aportación consiste en poner en valor al consumo como una herramienta más para la incidencia socioeconómica: la idea del consumo transformador.
Pero, como hemos visto, las diferencias entre unas y otras denominaciones son, sobre todo, una cuestión “de acento”. De dónde preferimos poner más énfasis unos u otros agentes. Creo, por lo tanto, que el uso de los diferentes “apellidos” es cuestión de preferencias. Incluso diría que, como en los colores y los sabores, es cuestión de gustos.