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Las utopías del desastre

Resistencias y resiliencias ante el colapso

Jorge Riechmann, poeta, ensayista, ecologista y profesor de universidad, lleva años dedicando buena parte de su tiempo a comprender las dimensiones de la crisis ecosocial. “Si entendemos el apocalipsis en el sentido que tiene etimológicamente la palabra, ésta nos habla de una situación de crisis a través de la que debería producirse un despertar, una revelación”, explica el teórico.

Comenta que “gran parte de la sociedad ve que estamos siguiendo un camino que no lleva a ninguna parte, pero no nos damos cuenta de que vivimos en un sistema económico, el capitalismo, que sigue teniendo una gran capacidad para descargar hacia otra gente y partes del mundo las consecuencias destructivas de sus procesos”. Lo dice en relación con el capitalismo verde, que propaga la idea de que se podrá realizar una transición energética sustituyendo fuentes fósiles por renovables. Para Riechmann esto no será posible y advierte del esfuerzo que está realizando el sistema para seguir desarrollando macroproyectos.

El caso Ametller

Riechmann también destaca el papel de las iniciativas ciudadanas que emergen para poner freno a los grandes proyectos que cuelgan de la etiqueta verde, para defender el territorio. Es el caso de la Plataforma Stop Agroparc, que nace para detener el Agroparc que el Grupo Ametller quiere instalar en el Penedès. Se trata de una reformulación y ampliación del proyecto que ya se presentó en 2017, que se pudo detener porque Ametller no disponía de suelo industrial para poder realizar su actividad. Pero ahora, con la adquisición de Can Juncoses (terreno agrícola recalificado como suelo urbanizable), el proyecto ha pasado de 121 a 258 hectáreas y sigue avanzando para ver si esta vez puede ejecutarse.

Jorge Riechmann. Autora: Ivet Eroles

“Lo que hacen es vestir esta zona industrial, que es la actividad principal que está moviendo el proyecto, de una aureola de agricultura, de un espacio visitable, como un Port Aventura del sector agrícola, cuando en realidad ésta será la parte minoritaria”, explica Noemí Vilaseca, de Stop Agroparc. Para ella, la idea de Ametller es centralizar sus almacenes de la provincia de Barcelona, ​​así como su obrador, para optimizar recursos: “Cogen Amazon como modelo y lo envuelven todo dentro de un discurso verde por acceder a las ayudas europeas, ya que necesitan una parte de capital que no tienen”. Vilaseca comenta que, para representar un papel “de economía circular, de consumo de proximidad”, han proyectado 15 hectáreas de placas solares en suelo agrario y otras 15 de invernaderos en una zona de secano, un tipo de producción que en la práctica requerirá el uso de mayor energía y mayor cantidad de recursos hídricos. “Además, han tenido que declarar el proyecto de interés territorial porque quieren poner estas instalaciones en una zona de viñedo protegido”, denuncia Vilaseca. Para poder realizar este trámite, la propuesta se presentó a la Comisión Territorial de Cataluña, que es el órgano encargado de determinar si un proyecto es o no de interés territorial. En este caso, la Comisión otorgó este reconocimiento al Agroparc y dio el pistoletazo de salida a la tramitación administrativa y urbanística de la iniciativa. “Sin este reconocimiento, el Grupo Ametller no podría hacer el Agroparc porque la ley vigente no lo permite”, detalla Vilaseca.

“Desde Ametller quieren ser un modelo a seguir”, afirma Vilaseca, que advierte que este modelo amenaza la biodiversidad y promueve un tipo de agricultura intensiva y de instalaciones que necesitan grandes cantidades de espacio, energía y agua. Además, hay que tener en cuenta que el proyecto amenaza a la fauna de la región, donde hay presencia del águila perdicera, una especie protegida, y rompe el conector ecológico entre Montserrat y el Ordal, un lugar de paso de fauna terrestre.

En opinión de los tres activistas, este proyecto se está llevando a cabo sin consensuar qué quiere la gente del territorio: “¿Podemos empezar un proyecto así sin haber pensado antes cuál es el Penedès que queremos?”. Sin embargo, se muestran esperanzados ante la respuesta ciudadana que despierta el macroparque: “Lo importante es luchar para que el territorio tenga voz. Aunque no las tenemos todas, tenemos posibilidades de ganar”.

Placas en intensivo

En el Pallars Jussà se está proyectando otro macroparque, en este caso se quieren construir diferentes instalaciones de placas solares en el territorio, que sumarían unas 700 hectáreas afectadas. La Plataforma Salvem Lo Pallars surgió después de que se publicara la noticia y su lema lo dice claro: “Placas en los tejados, fuera de los sembrados”. Joan Macaya, miembro de Salvem Lo Pallars, destaca que muchos ayuntamientos de la zona han mostrado su apoyo a la plataforma, pero que también chocan con otros consistorios favorables al macroproyecto. Macaya también enfatiza la importancia de tejer red con otras iniciativas que defienden el territorio, por eso trabajan codo con codo con la Plataforma Contra la Autopista Eléctrica i forman parte de la Xarxa Catalana per una Transició Energètica Justa.

“Aquí ya se produjo una situación similar hace cien años, cuando se hizo el pantano de Sant Antoni”, expone Macaya. “Entonces vinieron unos señores de fuera prometiendo que traerían trabajo, algunas localidades lucharon mucho y obtuvieron beneficios, pero otras quedaron empobrecidas”. Y es que la historia reciente del Pallars está ligada a las hidroeléctricas. De hecho, la primera gran central que se construyó en Cataluña está ubicada en Cabdella, en la Vall Fosca, y en el Jussà hay dos pantanos, el de Terradets y el de Sant Antoni, que se empezaron a construir en 1913. Todas estas obras transformaron el lugar: carreteras, colonias de trabajadores, vehículos y miles de personas dispuestas a trabajar. Sin embargo, estas condiciones laborales provocaron un éxodo de mano de obra agraria y la desaparición de muchos oficios tradicionales, muchos de ellos vinculados al cuidado y custodia del territorio. En este sentido, el Pallars ha sido uno de los territorios donde se ha centrado la producción de energía en Cataluña, con la paradoja de que ésta ha servido principalmente para abastecer a las grandes ciudades, alejadas de los lugares de producción.

“La aventura de la electricidad se repite en el Pallars cien años después”, dice el lema de la cooperativa Energia del Pallars Jussà, una comunidad energética

que se ha gestado en este lugar del Pirineo. “Esta vez, sin embargo, la ciudadanía no es sólo mano de obra para construir las centrales, las líneas y los pantanos, sino que los habitantes del Pallars Jussà tendrán la propiedad de las fuentes de generación y su aprovechamiento directo”, prosigue la descripción del proyecto. Esta iniciativa, que nace como propuesta de transición energética, implantará placas solares en tejados de propiedad municipal que suministrarán electricidad a unos cuatrocientos hogares, un 10% de los hogares de la comarca.

Cuando la autosuficiencia no es suficiente

No todas las estrategias son reactivas frente a la amenaza capitalista y el advenimiento del colapso. Muchas de ellas surgen de forma propositiva. Antoine Cottereau vive en Ariège, en los Pirineos franceses, y lleva una vida basada en la autosuficiencia en el pequeño pueblo de Laboire. Ha prescindido de vehículos motorizados, tala los árboles sin motosierra y tiene dos vacas, un rebaño de treinta cabras y otro de diez ovejas, de las que extrae leche para hacer quesos. Las tierras que gestiona le han sido facilitadas por una asociación francesa que promueve el acceso a la tierra y tiene una pequeña casa que comparte con una familia que colabora con él, aunque los inviernos los pasa en una yurta. Cuida del huerto cuidadosamente y comparte herramientas con algunos de sus vecinos. También cocina con leña y acoge a voluntarios que vienen a pasar temporadas para apoyar y aprender del proyecto.

Antoine Cottereau en su huerto. Autora: Xavi Sanchez

Cottereau decidió apostar por la vida campesina después de viajar a lo largo de cuatro años por distintos lugares del mundo, siempre haciendo autostop. A los veinte años se marchó de casa en bicicleta con el sueño de llegar a Papúa Nueva Guinea para hacer vida con las tribus de personas cazadoras y cosechadoras, pero éste es un destino que se hizo esperar. Primero se fue rumbo a África: “Allí encontré a una comunidad campesina y me di cuenta de que su estilo de vida era casi todo lo que yo estaba soñando”. En los dos o tres lugares donde halló lo que buscaba, se quedó meses. Cotterau combinaba los viajes largos con las vueltas a Francia. La segunda vez que estuvo en África, entró en contacto con un grupo de cazadores recolectores. “Todo es tan distinto, mi mente se perdió. No hay horario de comida ni dormir, no saben lo que harán al cabo de dos horas ni cuándo irán a cazar. Y si van a cazar, nadie sabe cuándo volverán ni si volverán”, recuerda Cottereau, quien reconoce que ese estilo de vida no iba con él: “Fue bonito vivirlo; para mí estas son las sociedades ideales, pero yo tengo otro camino”.

En un viaje de vuelta a Francia decidió ir hacia Ariège, un territorio que acoge “una gran red de gente que no se siente bien con la vida ‘civilizada’ y se reencuentra en las montañas”. Allí conoció a Polo y Martine, una pareja que desde hace más de veinte años practica la autosuficiencia, y vivió un tiempo con ellos, mientras seguía recorriendo mundo. Durante el transcurso del viaje que finalmente le llevó a Papua Nueva Guinea, pasó unos meses con pastores rumanos que trabajaban en la alta montaña: “Descubrí que aquella vida me gustaba mucho y que yo quería ser pastor en verano en montaña”. De hecho, en Ariège ha organizado unos pastos de montaña en terrenos comunales. Durante el verano, pastan pequeños rebaños de cabras de diferentes proyectos, bajo el cuidado de pastoras y pastores especializados. A mediados de septiembre, realizan una trashumancia de tres días para volver con los rebaños a casa.

Ya en el último viaje, que transcurrió por Latinoamérica, este joven se percató de que estaba preparado para hacer realidad su propio proyecto. Además, quería generar impacto en el lugar en donde vivía y no en países extranjeros. Sin embargo, no se muestra cómodo con todo lo que hasta ahora ha logrado: “He perseguido el anhelo de alcanzar la autosuficiencia, pero si miras mi ropa, mis zapatos, mis herramientas… han sido producidas por la sociedad industrial. Sólo he llegado al 2% o al 3% de la autosuficiencia y me doy cuenta de que he llegado solo, y ahora quiero intentar encontrar adónde puedo ir para estar con más gente”, afirma Cotterau. Este joven francés lo tiene claro: “Aunque no haya colapso, yo voy a seguir este estilo de vida porque me parece mejor para el ser humano, es una elección: una vida más comunitaria, más tranquila, con más tiempo para hacer arte, leer, compartir con otros y ser menos productivo”.

Cultura comunal, colectivización de bienes y saberes

En Cataluña están en marcha varios proyectos que promueven el acceso a la tierra, como la Fundació Emprius,impulsada por seis cooperativas: Cal Cases, Mas Les Vinyes, La Sequoia, Can Tonal de Vallbona, Can Parera de Cañas y La Tomassa. Uno de sus objetivos principales “es promover la cultura de los comunales ante la incertidumbre y la situación de crisis ecosocial y colapso que se nos está planteando”, explica Jordi Rubió, de la cooperativa Cal Cases, la primera cooperativa de vivienda en cesión de uso de Cataluña desde 2007. Rubió detalla que, en este proyecto que están gestando, la propiedad de las tierras sería de la Fundació Emprius: “Si fuera un común, la propiedad no sería de nadie, pero este sistema no lo permite, así que la fundación tendría la propiedad y cedería la custodia a los proyectos que la gestionarían”.

La Fundació Emprius también quiere dar una doble protección a las comunidades que ya impulsan esta forma de vida. “La parte social es la más importante, más que saber cultivar la tierra”, expone Alba Hierro, de La Pallejana, un proyecto de convivencia no mixto que forma parte de un proyecto comunitario mayor, la comunidad de vida y proyecto comunal de Can Tonal de Vallbona. En este sentido, los proyectos no mixtos ponen de manifiesto que no vivimos en espacios ajenos a las dinámicas de género y nacen para dar respuesta a esa realidad. Hierro manifiesta que quieren acompañar en la gestión de la convivencia a los proyectos que formen parte de Emprius: “Esto es lo que hemos aprendido en todos los colectivos en los que vivimos: la comunidad es la principal aliada para la resiliencia, pero la vez es su mayor escollo”, concluye Hierro.

Manu Gayete en el taller comunitario. Autora: Ivet Eroles

Las fórmulas para avanzar en comunidad son ingeniosas y variadas. Manu Gayete impulsa el proyecto Biofusteria en el Pallars Jussà, desde donde hace ventanas, puertas y muebles con madera ecológica, libre de tóxicos. Pero este carpintero va más allá y ha gestado un proyecto de aserradero comunitario: “Pensé que las materias primas estaban subiendo y que como carpinteros nos podíamos juntar y adquirir una máquina para hacer gestión de este material”. “Pienso que hay muchas cosas que hacer, que debemos juntarnos y ver cómo entre todas diseñamos este mundo donde nos gustaría vivir”, expone el carpintero.

Las personas que forman parte de la iniciativa han encargado un aserradero y una máquina de tres caras en Suecia. El aserradero tiene ruedas para que pueda ser móvil y así se pueda compartir mejor, con la idea de colectivizarlo. Además, el proyecto cuenta con un equipo de asesoramiento en gestión forestal para atender las cuestiones de permacultura y silvicultura que puedan ir surgiendo, para realizar una gestión cuidadosa de los bosques. Gayete, de talante optimista, considera que la clave para la resiliencia es hacer combustible de diferentes experiencias, es decir, aprender de la experiencia vivida para imaginar alternativas de vida: “Cuando no sabes cómo vas a salir adelante, te vuelves resiliente, ya que encuentras la forma de salir adelante”.

Y en el centro, la vida en común

Hay proyectos de vida que procuran entrelazar varias de las cuestiones que se han nombrado hasta ahora, como la transición energética, el acceso a la tierra con una visión ecosocial o la vida comunitaria. Uno de ellos podría ser la Cooperativa d’Habitatge i Producció Mas La Sala,

en Sant Pau de Segúries, en el Ripollès. Este proyecto tiene tres ramas principales, “la primera, y la más importante, es la de vivienda comunitaria”, explica Ricard Villanueva, que junto a Marta Barceló y otras cuatro personas forman parte de la cooperativa. “Queremos romper con el esquema de familia más convencional y pasar a ser una familia extensa donde poder cuidarnos, apoyarnos y vivir la diversidad”, expone Barceló. La segunda rama de la cooperativa es la productiva; a través de esta desarrollan diferentes actividades comerciales que incluyen la librería La Lluerna, la ganadería, la huerta, la educación ambiental, el turismo rural, la venta directa y la gestión forestal. La tercera rama está centrada en la sostenibilidad económica, la legalidad, el mantenimiento de la infraestructura, la energía y la comunicación. En este sentido, Villanueva habla de la triple viabilidad del proyecto: “la social, que pasa por el reto comunitario; la económica, que pasa por la diversificación de la productividad, y la ambiental, que se trabaja en el proyecto de ganadería, agricultura y gestión forestal regenerativa, que pone énfasis en la salud del suelo y en la maximización de la capacidad de capturar CO2 de la atmósfera”. 

Miembros de La Sala. Autora: Noemí Elias

“Quizás no baste con lo que estamos haciendo ante el colapso, pero tal vez no se acabe el mundo, sino que empezará otra etapa”, reflexiona Marta Barceló. “Yo confío en la naturaleza, en el éxito evolutivo de la vida en la Tierra. Somos una de las especies que más ha acelerado su capacidad de interactuar con el gran ecosistema; esto me genera cierto punto de esperanza, de ahí saco una fuerza y ​​una alegría que me permite afrontar el reto cotidiano”, sigue Villanueva. Los socios de Mas La Sala lo tienen claro: “Las malas pasadas y las heridas vendrán, no hace falta que pongamos más leña al fuego, ¡más vale aprovechar la brasa para hacer una costillada!”.

Navarra, desde hace más de ocho años se lleva a cabo el proyecto Arterra Bizimodu, una ecoaldea que alberga a una veintena de unidades familiares. “Tenemos proyectos comunes y la intención conjunta de colaborar en una transición”, desgrana Mauge Cañada, que forma parte del equipo cofundador de Arterra, donde se trabaja por la soberanía alimentaria y la autosuficiencia energética, mientras se generan espacios para que se lleven a cabo cursos e iniciativas de todo tipo. Arterra es un edificio de unos 8.000 metros cuadrados (era un antiguo colegio de agustinos y después fue un intento de hotel) y las personas que forman parte tienen la intención de regenerarlo: “Nuestra propuesta es reconvertir ese espacio. Esto es una metáfora de lo que consideramos que es importante hacer en el mundo: regenerar los lugares que las personas hemos degradado”. A esta ecoaldea, desde el principio les interesó la sociocracia, “un modelo de poder distribuido que busca combinar los principios de una aspiración a la horizontalidad y los beneficios de algunas verticalidades que tienen que ver con la eficiencia”, expone Cañada.

En cuanto a la resiliencia, el primer puesto lo ocupa la comunidad. “El gran diferencial es lo comunitario, porque el apoyo mutuo, la conciencia, la necesidad de apoyarnos, que nadie salga sola de estos retos, es el elemento clave”, matiza Mauge Cañada, que es psicóloga y se dedica a la facilitación de grupos. Cañada se planta ante la idea de colapso con una actitud curiosa. Según ella, debemos crear un nuevo modelo de abundancia, entenderla de forma despegada de elementos de confort, pero que al mismo tiempo no sea entendida como carencia. Las personas que forman parte de Arterra hace años que se preparan para el colapso: “Y esta es la opción de vida que hemos elegido, nosotras elegimos el futuro que queremos y lo hacemos presente”. Para Cañada, juntarse para vivir de forma sostenible “es un acto de libertad y de poder colectivo”.

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