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Comida rápida y greenwashing

¿Pueden ser sostenibles las grandes cadenas de comida rápida? ¿Qué hay detrás de algunas medidas verdes de estas empresas?

A los consumidores nos debería inundar el escepticismo cuando las cadenas de comida rápida eminentemente cárnicas, como McDonald’s, Burguer King o KFC, pretenden volverse sostenibles, algo poco probable por la idiosincrasia de sus negocios, sus volúmenes mastodónticos y sus praxis de maximización de beneficios y reducción de costes.

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Para considerarlas sostenibles deberían atender por igual tres pilares: el social, el económico y el medioambiental. El primer problema es que la ganadería intensiva (el eje de su negocio) tiene ya per se un gran impacto socioambiental: para producir sólo un kilo de carne de vacuno se consumen de 3 a 20 kilos de vegetales y/o cereales para su alimento, y unos 15.000 litros de agua para su bebida y para el riego de los piensos. Por ello se la relaciona con la deforestación del Amazonas y otras zonas, incluso desplazando comunidades y arrasando especies. Además contamina más que el sector del transporte, genera un 14% de los gases de efecto invernadero anuales y produce al año un 37% del metano mundial según la FAO. La cría, a menudo cruel, también malgasta energía ya que por cada 28 calorías empleadas para producir carne, sólo se genera una de proteína animal.

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Tomemos como ejemplo a McDonald’s, que en 2010 cambió su color corporativo del rojo al verde y lleva años encadenando un “lavado verde” tras otro. Habiendo atravesado años difíciles, en 2016 sus ventas repuntaron un 3,8%, el mayor aumento en cinco ejercicios. Su presidente, Steve Easterbrook, afirmó que los cambios introducidos el último año sientan las bases “para su crecimiento a largo plazo”, comentario inquietante desde una perspectiva sostenible, vistos los datos del párrafo anterior, y si tenemos en cuenta que la cadena cuenta con 36.000 establecimientos en más de 100 países, en los que atiende a unos 69 millones de clientes mundiales al día.

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Quizás por eso y para mejorar su reputación en un mercado donde ha irrumpido con fuerza la moda del wellness y el wellbeing, en algunos países ofrecen huevos de gallinas no enjauladas o productos bio (yogur en Francia, leche en Estados Unidos, porridge en Inglaterra), incluso en Alemania hamburguesas bio, McB, en las que lo único ecológico es la carne, y en Finlandia su McVegan (susceptible de replicarse globalmente): una hamburguesa de soja (no se sabe si transgénica aunque se sospecha que es procesada, probablemente de monocultivos), en un panecillo industrial, con lechuga, tomate y cebolla no orgánicos, kétchup (con azúcar), mostaza y guarnición de patatas fritas que califican como “veganas” aunque se preparan en aceite vegetal rico en omega-6 (un tipo de ácido graso común en alimentos grasos o en la piel animal).

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Estas propuestas no dejan de ser excepciones en sus menús, y greenwashes en sus modelos de negocio porque, además de ser unos diminutos parches supuestamente sostenibles, los pilares medioambiental y social siguen flaqueando, a la luz de los acontecimientos:

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Este año una investigación de Rainforest Action Network [en inglés] revelaba que para obtener su aceite de palma para cocinar, McDonald’s y otras corporaciones destruyen el hábitat de los elefantes de Sumatra al borde de la extinción: han desaparecido más de la mitad en 25 años. Además, si en noviembre de 2014 la cadena comunicó su primer programa piloto en Canadá para proveerse de ternera sostenible, ese mismo otoño los principios y criterios de actuación de la Global Roundtable on Sustainable Beef (Mesa Redonda Global sobre Carne de Res sostenible) formada para desarrollar un estándar por partes interesadas (entre ellas McDonald’s), fueron cuestionados en una carta abierta [en inglés] por un grupo de ONG. Lo que estas entidades ponían en duda tenía relación con la salud y bienestar animal, el impacto medioambiental, la trazabilidad, las condiciones laborales de los trabajadores y granjeros, el uso de antibióticos (en 2015 anunció retirar algunos de su carne en Estados Unidos); y la medición, evaluación y verificación de estándares sostenibles en la producción.

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También estos dos últimos años los empleados europeos de McDonald’s han reclamado mejoras salariales. En Inglaterra, piden sueldos por encima de las 10 libras y, en Estados Unidos, superar a los ocho dólares la hora. Incluso en noviembre del 2016 el periódico The Guardian [en inglés] reveló que en Malasia reclutaban a inmigrantes de Nepal, les trataban casi como esclavos, cobraban miserias, se les confiscaban los pasaportes y les obligaban a dormir en lugares insalubres con colchones sobre el suelo.

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Y no olvidemos que en 2015 acusaron a la factoría de Ronald McDonald de evasión fiscal en Italia. Desde Bruselas también se abrió una investigación sobre sus acuerdos con Luxemburgo para pagar una tasa impositiva de 1,46 % que supondría pérdidas a los contribuyentes europeos de entorno a los 1.000 millones de euros de 2009 al 2013. O que tras las Olimpiadas de Río se hizo público que una ley brasileña ha permitido que Coca-Cola, McDonald’s, Visa y más patrocinadores de Río 2016 no paguen impuestos por sus actividades en los juegos desde enero del 2013 hasta el 31 de diciembre de 2017, lo que hace que su hacienda deje de ingresar unos 1.000 millones de dólares.

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Conductas socioambientales nada ejemplares en su supuesto camino hacia la sostenibilidad que en los medios de comunicación a menudo quedan eclipsadas por su incesante despliegue de greenwahes y publicidad al ser uno de los mayores anunciantes de la industria alimentaria. ¡Mantengámonos escépticos!

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