Si nos declaramos feministas, nuestro consumo puede reflejarlo. Consumir no es un acto banal, el dinero que invertimos en ello puede empoderar negocios abusivos para el planeta y sus habitantes, o lo contrario. Al decantarnos por lo segundo, practicando un consumo responsable desde una perspectiva de género, podemos considerarlo también un consumo feminista en un sentido muy amplio.
Supongamos que vamos a comprar ropa. El 80-90% de las manufactureras del sector textil (como suele ocurrir en la electrónica o en la juguetería) son mujeres. Al adquirir marcas convencionales participamos, aunque no lo sepamos, de que en Camboya o Bangladesh, por poner dos ejemplos, se les paguen salarios míseros: unos 30-60 euros al mes, cuando lo considerado digno para vivir allí son unos 250-290, según Asian Floor Wage Alliance. En cambio, al optar por firmas de moda sostenible, apoyamos sueldos dignos y formas de producción con menos impacto medioambiental y social.
Algo trasladable al sector alimentario, donde la titularidad de la tierra es un gran problema porque de los mil millones que la trabajan (el 35% de la mano de obra global), el 75% son féminas y solo un 1% son propietarias. Además, de los 450 millones de personas que trabajan la tierra y que proveen de producto natural a tres mil millones de consumidores y consumidoras mundiales, el 60% son pobres y son hasta el 80% de las personas que sufren hambre crónica mundial, según Oxfam Intermón. En cambio, al consumir productos de comercio justo o de cooperativas y empresas agroecológicas vinculadas a la economía social y solidaria (ESS) apoyamos modelos productivos justos donde la igualdad es un pilar. Incluso en la ESS se está llevando a cabo una revisión de sus estructuras y entidades para profundizar en la equidad desde la práctica.
Y los problemas de género no se circunscriben solo a nuestra especie. Existe una crueldad animal de género poco visibilizada en el modelo productivo convencional que practica la reproducción forzada, enjaula a las cerdas preñadas, sacrifica a los terneritos machos que deben parir las vacas lecheras para dar su leche, porque ellos no la darían; tritura en molinillos (o asfixia en bolsas) a los pollitos machos en su primer día de vida porque no pondrían huevos, o que usa jaulas de reclamo de atunes hembras donde van hacinadas recorriendo kilómetros mientras muchas mueren y desovan de mala manera, como hace la pesca intensiva en nuestro Mediterráneo. Optando por la pesca artesana (la más sostenible y respetuosa) o la ganadería ecológica, no estaremos incentivando esas prácticas aberrantes, puesto que el bienestar animal es una de sus premisas, hasta el punto de que las vacas de cría ecológica viven el doble que las de la ganadería intensiva. Sin duda, consumir responsablemente nos importa a todos y a todas.