El sol ha sido siempre de una manera u otra objeto de adoración, incluso divina para los egipcios –el dios Ra– o para los griegos –el dios Apolo. El color de la piel también recibe una cierta veneración, relacionada con los anhelos humanos de “ser como…” o “diferenciarme de…”.
Durante las épocas históricas en las que la piel bronceada era un signo de trabajar duro en el campo, las clases altas se esforzaban por mantenerla blanca y lo asociaban con pureza, higiene o delicadeza. Con la Revolución Industrial, grandes masas de personas pasaron a trabajar a cubierto y la palidez pasó a ser también patrimonio de las clases populares urbanas. Era un primer aliciente para un cambio de época en el prestigio social de la piel blanca. A comienzos del siglo XX se descubrió que el sol ayudaba a tratar el raquitismo (porque es necesario para generar vitamina D). Fue otro elemento que ayudó a considerar las radiaciones solares como algo positivo.
Así se fue preparando el terreno para el nacimiento del turismo de sol y playa. En los años veinte se produjo un hito significativo cuando Coco Chanel, una de las diseñadoras de moda más influyentes de la historia, volvió de unas vacaciones en la Rivière francesa con un consistente bronceado que se hizo muy popular en París. En los años cuarenta, tomar el sol en la playa ya era un reclamo en las revistas femeninas. El biquini nació el 1946, las cremas bronceadoras en los cincuenta y la Barbie Malibú (morena y con gafas de sol) y las camas de rayos UVA, en los setenta.
Los primeros indicios de relación entre baños intensivos de sol y cáncer de piel, descubiertos en los años ochenta, abrieron un interrogante a la euforia solar que todavía hoy no hemos cerrado. La piel morena sigue fuertemente instaurada en los patrones de belleza y de ocio veraniego, pero su relación confusa con la salud hace que el pedestal tambalee. Los intereses de los sectores económicos de la cosmética, el turismo y el bronceado (camas de rayos UVA) seguramente ayuden a mantener la inercia de la moda del moreno.