Sabemos que el crecimiento material no puede continuar indefinidamente en una biosfera finita –y de hecho estamos ya más allá de los límites del crecimiento, por evocar el título del importante primer informe al Club de Roma en 1972–, pero toda nuestra vida socioeconómica y la ideología dominante se organizan en torno a la aberrante suposición contraria. Como escribía Barry Commoner en 1971, en su clásico The Closing Circle:
“La civilización humana implica una serie de procesos cíclicamente dependientes entre sí, la mayor parte de los cuales [población, ciencia y tecnología, producción económica…] presentan una tendencia inherente a crecer, con una sola excepción: los recursos naturales, insustituibles y absolutamente esenciales (…). Es inevitable un choque entre la propensión a crecer de los sectores del ciclo que dependen del hombre, y los severos límites del sector natural. Está claro que si la actividad humana en el mundo –civilizado– tiene que conservar su relación armónica con todo el sistema global, y sobrevivir, debe acomodarse a las exigencias del sector natural, o sea, la ecosfera”.
Ese ajuste hubiéramos tenido que emprenderlo hace treinta, hace cuarenta años: las opciones de cambio gradual tenían entonces cierto sentido. Hoy hemos dejado que la situación se deteriore tanto que el gradualismo ya no sirve. Si tenemos en cuenta a la vez las exigencias de justicia y de sustentabilidad ecológica (es decir, si creemos que las sociedades humanas viables no pueden apoyarse en el privilegio de unos pocos y el genocidio de la mayor parte de la humanidad), entonces sabemos que, en sociedades ricas como la nuestra, el uso de materiales y energía ha de disminuir en nueve décimas partes aproximadamente. No se cansa de repetirlo –y tiene razón– Ted Trainer en un importante libro suyo recién traducido al castellano, La vía de la simplicidad.
Así que “consumo responsable” (que es indisociable de la producción responsable) quiere decir, en primer lugar, mucho menos consumo. Hasta un 90% menos, si pensamos en la base material de las prácticas de consumo.
Es imposible, se dirá. Y en cierto modo así es. Solo que pertenece a la condición humana tener que plantearse las tareas imposibles (educar a seres libres, construir la ciudad democrática… y también, hoy, sobrevivir al Siglo de la Gran Prueba sin perder de vista los horizontes de emancipación humana). Algo así sugería la gran Simone Weil en uno de sus apuntes de La gravedad y la gracia:
“Todo bien verdadero comporta condiciones contradictorias y, por consiguiente, es imposible. Aquel que de verdad mantenga fija su atención en esa imposibilidad y actúe, hará el bien.”