Si nos preguntamos cuándo se torcieron las cosas en el desarrollo humano –“en qué momento se jodió el Perú”, según la pregunta que formula Zavalita en Conversación en la catedral, la novela de Mario Vargas Llosa–, y vamos echando la vista atrás hacia sucesivas bifurcaciones donde se diría que tomamos el camino equivocado, llegaremos seguramente a un momento clave: la domesticación de animales y plantas que nos introdujo en esa fase revolucionaria de la historia de Homo sapiens que llamamos Neolítico. Ganado, campos de cultivo y aldeas sedentarias, hace unos diez mil años.
¿Puede ser que entonces nos equivocásemos de senda? A poco que se reflexione sobre el asunto, se aprecia que los monocultivos de plantas de ciclo anual son una “mala solución” ecológica. Llevan consigo tres graves fuentes de daño: la erosión, por tener que labrar la tierra cada temporada, desnudándola durante una parte del año; las plagas, al artificializarse los agroecosistemas hasta el monocultivo; y la progresiva pérdida de biodiversidad silvestre y agrícola. ¿Puede ser que hace unos diez mil años domesticásemos especies equivocadas y las cultivásemos de formas erróneas? A lo largo del siglo XX, distintas formas alternativas de pensar y practicar la agri-cultura han respondido afirmativamente a esa sospecha radical. Quiero ahora revisar brevemente dos de las más importantes. En el decenio de 1970, en Australia, Bill Mollison estaba preguntándose: si en la naturaleza, en cada uno de los ecosistemas terrestres, algún tipo de bosque representa el funcionamiento ecológico óptimo (eso que cabe llamar clímax sin idealizarlo demasiado), ¿por qué nuestra agricultura no funciona como un bosque? ¿No podríamos crear agrosistemas muy diversos que fuesen una especie de bosques comestibles, combinando distintas plantas útiles para aprovechar la luz solar en varios niveles –árboles, arbustos, plantas de huerta–? A partir de esa intuición se desarrolló la permacultura (“agri-cultura permanente” de policultivos), que por una parte desarrolla medidas prácticas altamente sugestivas –“cultivar suelo”, “cosechar agua”, huertos forestales, conservación de semillas…– y por otra parte las inscribe en el marco “ecosófico” mucho más amplio de la construcción de eco-comunidades autosuficientes. Hace poco David Holmgren explicaba estas nociones básicas en una valiosa entrevista, y antes las ha expuesto en una obra de referencia, Permacultura. Principios y senderos más allá de la sustentabilidad. Además, en 2017 se tradujo al castellano una propuesta de reconstrucción social global con raíces permaculturales, La vía de la simplicidad de Ted Trainer.
Ahí tenemos una vía de avance extraordinariamente valiosa. Con un punto débil, no obstante: la permacultura apenas se ocupa de los cereales como el trigo, el arroz o el maíz –que constituyen, sin embargo, la base de la alimentación humana–. ¿Qué hacer? La propuesta que Wes Jackson y los demás investigadores del Land Institute de Salina (Kansas) llevan investigando desde 1976 ha sido bautizada como agricultura de sistemas naturales, y está basada (como la permacultura) en la idea de policultivos perennes. La idea de biomímesis es clave (la exploré en mi libro Un buen encaje en los ecosistemas): una investigación agroecológica que se proponga como objetivo la auténtica sustentabilidad ha de idear agro-ecosistemas cuya estabilidad y productividad sea comparable a la de los ecosistemas naturales. Pero en este caso no miramos hacia el bosque sino hacia la pradera.
Ahora bien, lo que hallamos en la naturaleza –en los ecosistemas silvestres– no son de ninguna manera monocultivos de ciclo anual, sino asociaciones de plantas perennes. Wes Jackson miró a su alrededor en Kansas, y lo que vio como ejemplo era la pradera americana. Las investigaciones del Land Institute han demostrado que agroecosistemas modelados de acuerdo con el ejemplo de la pradera son viables: policultivos estables de plantas perennes. En ellos, las raíces perennes protegen la estructura del suelo; su fertilidad se preserva con los aportes naturales de las plantas (algunas pueden fijar su propio nitrógeno del aire); la diversidad impide el desarrollo de plagas; apenas haría falta aporte externo de energías no renovables. Entre otros resultados, el Land Institute ha conseguido ya desarrollar una variedad de trigo perenne a la que han llamado Kernza, y planean lanzar la semilla a escala nacional antes de 2025.
Agrosistemas de policultivos perennes que funcionan como bosques y como praderas (en nuestro país se trataría sobre todo de imitar los ecosistemas mediterráneos). Dos extraordinarias líneas de desarrollo que apuntan a hacer las paces con la naturaleza en lo agrario, con una producción de alimentos suficiente para la enorme población humana que hoy habitamos el tercer planeta del Sistema Solar.