Gemma Carbó es la actual directora del Museu Terra de l’Espluga de Francolí. Es historiadora, gestora cultural y doctora en Ciencias de la Educación en el ámbito de las políticas culturales y educativas. Desde siempre se ha interesado por las conexiones entre el mundo de la cultura, la educación y el desarrollo sostenible.
Decrecimiento, postcrecimiento, transición ecosocial… ¿de que hablas tú?
Avanzamos hacia un planeta absolutamente urbanizado donde la población que vive en la ciudad supera de mucho la que vive en el resto del territorio. Pero muchos temas de los que hablamos están en la agenda de estas macrociudades, de este mundo moderno contemporáneo interconectado. Cuando se habla de economía circular, de energías renovables o de soberanía alimentaría, el mundo rural tiene mucho que decir-. Para bien y para mal.
Con esta constatación, empezamos a desarrollar y a dar forma a la idea que nuestro patrimonio, nuestro museo, responde a una misión, a una propuesta de valor, que puede ser la de educar para vivir de una manera más sostenible. Sostenibilidad, más allá de la agenda 2030 y más allá de ser una palabra desgastada, sí que nos ayuda a sintetizar esta sensación que la gente que vive en pueblos pequeños vinculados al territorio suele estar mucho más conectada a la natura, tanto porque sigue trabajando la tierra como porque tiene una relación con el paisaje mucho más evidente y, además, gestiona una memoria que nos ayuda a entender que el producto de proximidad es mucho más coherente y sensato, que las etapas del año tienen que ver con aquello que comemos o que no comemos, que la relación con la natura afecta nuestro estado vital, etc.
Por tanto, ¿prefieres hablar de sostenibilidad?
Nos gusta decir que nosotros, con todo lo que hacemos en el museo, educamos para la sostenibilidad. Pero en este educar para la sostenibilidad la cuestión ambiental ha sido la más penetrante y es obvio que sea así, porque la crisis ambiental que sufrimos es de las más graves que ha tenido jamás el planeta Tierra. Sin embargo, no se puede entender la crisis ambiental sin entender la social, la cultural y la económica. Y nosotros ponemos el foco en la crisis cultural. Porque si no encontramos una manera de construir imaginarios de futuro que sean… imaginativos –valga la redundancia–, nadie querrá cambiar o decrecer o dejar de hacer muchas de las cosas que hace ahora. Pero si en cambio, en términos de relato cultural, artístico, estético, vamos haciendo interesante esta otra manera de vivir… quizás no será decrecimiento, sino crecimiento: en calidad de vida, en bienestar…
Esta es nuestra mirada y nuestra misión. Y somos conscientes del peligro que tiene a la hora de volver a idealizar unas maneras de vivir que eran muy duras y que exigían mucho esfuerzo. Ante esto, lo que defendemos es no renunciar a toda la innovación y adelantos que hemos hecho y buscar el equilibrio entre toda esta innovación y todo aquello que nos aportaba.
Hace un rato, cuando me paseaba por la exposición, pensaba si esto que llaman revolución de la agricultura, regada con combustibles fósiles y con fertilizantes, realmente supuso una liberación en el trabajo y un bienestar real para las personas y el territorio. El aumento de la producción y la optimización del suelo ha tenido un impacto brutal en el entorno natural y me pregunto si realmente ha comportado una descarga real en la vida de las personas que trabajan en ello. ¿Cuál ha sido el precio de esta revolución verde?
Este es precisamente el debate, y es un debate importantísimo, donde no valen los posicionamientos radicales de blanco o negro, de sí o no. Una de las cosas que hemos aprendido en el museo es que estamos construyendo este posible futuro y para hacerlo tendremos que participar todos.
Si hablas con los agricultores, que hoy pueden ir con tractores con calefacción, radio o amortiguadores, te dirán que sí, que los ha comportado una mejora. Ahora bien, los mismos campesinos que tienen agricultura extensiva son los primeros que se dan cuenta que hay que hablar con los ambientalistas para encontrar un equilibrio. Y esto es muy evidente en todas partes: en el Delta del Ebro los pájaros se comen el grano de arroz y hay que encontrar una solución de consenso a este problema, porque los pájaros necesitan el arroz para vivir, pero nosotros también; y a la vez necesitamos proteger estas aves. Por lo tanto, necesitamos políticas de apoyo a la agricultura que tengan en cuenta esta biodiversidad.
Se necesitan respuestas mucho más complejas de lo que nuestro modelo administrativo y político está acostumbrado a trabajar y es aquí donde hay el conflicto.
¿Y cuáles son las respuestas que actualmente se dan desde la administración?
En compartimentos estancos, como corresponde a la modernidad. Y esto se traduce en política agraria, por un lado, y política medioambiental, por el otro, a pesar de que en realidad todo está conectado.
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FRAGMENTO EXTRAÍDO DEL CUADERNO
Tenemos que entender que somos una especie más dentro de la natura y que tenemos que buscar formas de convivencia entre todas las diversidades de la vida. Y implica aprender a pensar, como dice Edgar Morin, desde la complejidad: entender que ante problemas complejos, las soluciones no pueden ser microespecializaciones en una área temática. Porque, por ejemplo, ¿tiene sentido hablar de alimentación sin hablar de cultura?
Hace un momento, cuando me hablabas de la actual crisis, apuntabas justamente las muchas caras, entre las cuales la cultural.
La cultura incluye los posicionamientos de nuestros relatos y valores, la política, la educación. Cuando hablamos de cultura, estamos hablando de qué libros estamos leyendo, qué series de televisión estamos viendo, qué publicidad nos están vendiendo. Qué relato es el que la sociedad está construyendo. Y este relato es el que están pagando las grandes industrias, que son las que tienen el poder de establecer este relato cultural. Llámale Hollywood o industria de la alimentación mundial, da igual. Al final, es darnos cuenta de quién está marcando aquello que a nosotros nos tiene que gustar o nos tiene que motivar.
En la creación del relato de este futuro que queremos, ¿qué papel tiene un museo como este? Es un museo que ha pasado de llamarse “Museo de la vida rural” a “Museo Tierra”, justamente apuntando a este cambio cultural.
Hemos cambiado el nombre precisamente para hacer más incidencia. Porque el debate sobre qué es o qué no es el mundo rural ha avanzado mucho y hoy ya somos muchas voces que decimos que hay muchas ruralidades, pero, en cambio, de Tierra solo hay una.
Nos dimos cuenta que la historia que queríamos explicar quizás no iba tan ligada al concepto rural y sí, en cambio, a esto que el mundo rural siempre ha defendido como elemento de identidad, que es este contacto con la tierra. Y estamos descubriendo que es un contacto mucho más relevante de lo que nos habían hecho creer, tanto en cuanto a salud física y mental, como en cuanto a economía, política, sociedad, etcétera.
¿Por qué? Pues porque si tienes territorio y tierra puedes pensar formas de vivir; si no tienes, es difícil hacerlo. Y donde podemos imaginar otras formas de vivir es en estos territorios y en los lugares donde es posible la relación con la tierra porque, si esto desaparece, ya no hay alternativa. Y la alternativa que queda es producto de alimentación químico como los astronautas, vida en las ciudades, robots… Y esta opción ya la conocemos, estas distopías ya nos las vienen.
Defender que puede haber otro futuro es el papel de los museos; preservar una memoria, preservar un conocimiento que nos está hablando de otras maneras de vivir.
Es curioso porque estos futuros que nos vende el relato hegemónico nos parecen mucho menos utópicos que otros futuros más vinculados a los pueblos originarios, a la vida rural o a un pasado que no nos queda tan lejos y que en ningún caso nos pide volver a la prehistoria o vivir en cuevas.
Yayo Herrero siempre dice que hace mucha gracia ver a Elon Musk explicando el futuro utópico en Marte, con casas bajo tierra, en unas ciudades que según él vivirán de una producción ecológica, con una economía circular, etc. Y la pregunta es: ¿esto no lo podríamos hacer aquí? Porque, de hecho, ¡ya lo estamos haciendo!
Pero sí, interesa considerar estas posibilidades como anacrónicas, poco viables o poco serias porque vale más vender la otra.
En esta construcción que acabamos de hacer, no sé cuánta idealización hay de la vida rural y de estas ruralidades múltiples y diversas que, a menudo, no son elegidas y que se conforman de gente expulsada de las ciudades que mantiene un trabajo, un estilo de vida que probablemente tampoco ha elegido y que lo empuja a continuar desplazándose cada día a la ciudad y reproduciendo la misma dinámica laboral para llegar a final de mes. En estas vidas, ¿dónde queda el tiempo y la posibilidad para este contacto y relación con la tierra?
Poner en entredicho todo el modelo de vida que nos han dado implica replantear muchas cosas. Yo creo que durante la pandemia lo vimos: es posible. Lo que pasa es que no estamos poniendo encima la mesa los debates de fondo, o sí que lo hacemos y nos los van tapando. Para mí, un debate de fondo es la renta mínima universal; otro, el teletrabajo o el modelo de teletrabajo que nos han dado –y aquí Remedios Zafra hace tiempo que nos está aportando reflexiones muy interesantes–, etc. Los debates ya van saliendo, pero se van tapando porque no interesan o quizás porque no estamos bastante preparados para tenerlos, no lo sé. Siempre he pensado que, sin ser ingenuos y aceptando que es muy complejo, si en algún momento como sociedad hemos sido capaces de construir lo que hemos construido, aplicar la creatividad y la capacidad que tenemos para planear nuestro futuro de otro modo tendría que ser factible. Ahora bien, tendríamos que superar esta visión de blanco o negro, de crecimiento o decrecimiento, norte o sur, derecha o izquierda. No va de esto.
¿I de qué va?
Va de poner al centro la protección de la vida en un sentido amplio. Es decir, o el centro es el modelo patriarcal y capitalista con la pretensión de ir cada vez a más y arrasar con todo lo que se nos pone delante; o el centro es una mirada feminista, o femenina, en el sentido ancestral de proteger aquello que está a tu alrededor, sea vida humana, animal o natural y que pide trabajar de manera colaborativa, solidaria, etc.
Aquí hablamos de Lynn Margulis, una investigadora que ante las tesis de Darwin explica que en las células aquello que prevalece es la cooperación, que es lo que ha permitido la evolución; y en cambio, nos han vendido un relato que es masculino, y que nos dice “pisa o te pisarán”, que es el relato de la ley del más fuerte. ¡Hay otros relatos! Como por ejemplo los de los pueblos originarios, que entienden la vida y la relación con las especies de otro modo.
Se trata de aceptar que hay muchas maneras posibles de plantear otros formatos y hace falta que nos saquemos de encima los prejuicios sobre si tal cosa o tal otra es de derechas o de izquierdas, o si es de feministas o de campesinos, o… porque estas categorías ya no nos sirven.
De acuerdo, no nos sirven estas categorías, ¡pero me estás hablando de ecofeminismo! Y tengo la sensación que es en clave ecofeminista que habéis releído el museo.
Sí. Lo que pasa es que a veces las categorías, las palabras, excluyen. Y por eso aquí estamos trabajando la idea de no recolonizar las comunidades con nuestros conceptos. Porque si vas aquí y hablas de ecofeminismo te dirán que de qué. Y esta no deja de ser otra forma de imponer el relato. De lo que se trata es de buscar otras maneras de explicar y, sobre todo, hacer jugar otros lenguajes que hasta ahora no habíamos tenido en cuenta. Por eso ponemos mucho énfasis en las artes: la música, la expresión estética, la danza, las canciones, el movimiento… porque aquí se pueden dar hibridaciones muy interesantes y mucho menos categóricas. Las artes nos enseñan mucho, porque, por ejemplo, la música siempre ha sabido jugar mezclando lo nuevo con lo tradicional… Y todos estos lenguajes que no hemos considerado, ni en la escuela ni en la universidad, nos están hablando de otras maneras de relacionarnos que ya no son tanto de la persona que tiene un saber y un discurso y que domina el lenguaje y las palabras ante otra que no puede defenderse ante ciertos conceptos, pero que, en cambio, tiene mucho que decir.
Una de las cosas que nos planteamos desde ciertos entornos donde nos gustan demasiado las palabras y las categorizaciones es que a menudo nos encontramos con un límite a la hora de llegar a nuevos públicos. Y constatamos la necesidad de explorar otros lenguajes que, probablemente, no tienen estas fronteras tan establecidas y que son más fluidos y pueden llegar más allá. Aun así, pienso que estos otros lenguajes también tienen que ser politizados, y tienen que apuntar hacia esta otra manera, hacia este cambio de paradigma cultural. ¿Vale cualquier lenguaje artístico por el mero hecho de serlo?
Detrás de cualquier lenguaje hay una construcción política y no hay construcción cultural neutra, ni mucho menos. Nosotros trabajamos a partir de generar propuestas expositivas; si cuando lo hacemos jugamos solo con el arte contemporáneo estaremos excluyendo mucha gente; pero si jugamos solo con la tradición y la etnología también estaremos dejando fuera mucha gente que quiere diálogos contemporáneos; podemos trabajar con lenguajes científicos, y excluiremos otra parte… En cambio, si lo mezclamos todo, podemos llegar a todo el mundo a través de diferentes mecanismos: algunos pasarán más por la emoción, otros por la racionalización, la identificación o la conexión con una historia o una identidad próxima… Pero la sociedad y las personas somos así, somos diversas y nos mueven las cosas desde muchas vertientes. Es volver a la idea que somos complejos.
Volvemos al decrecimiento. Me gustaría que me hables de qué es aquello básico que crees que tenemos que tener garantizados.
Creo que aquello básico queda bien recogido en la agenda 2030. Alimentación sana y de proximidad, agua limpia, vivienda, ahora también estamos empezando a hablar de aire limpio… Y también tenemos que hablar de bienes culturales, que estos no siempre se han tenido en cuenta, como la educación de calidad o la posibilidad real de participación en entornos colectivos (fiesta, cultura, lengua). Y, por último, la salud y la posibilidad de vivir dignamente con el trabajo que desarrollamos.
Antes de preguntarte por los límites, me gustaría que profundicemos en la alimentación, porque tenemos muy viva la movilización reciente del campesinado. Tenemos un sector que malvive y un sistema agroindustrial que en ningún caso nos garantiza una alimentación sana. Y parece que tener acceso a una alimentación sana y de calidad es más una cuestión de privilegio que un derecho.
No tenemos que olvidar el concepto de transición. Y la transición implica un tiempo en el que convivirán las industrias de la alimentación con la producción agroecológica. En Cataluña, la producción agroecológica crece, pero aun así no puede alcanzar a todo el mundo. Hace falta un diálogo entre la producción agroecológica y extensiva y, a la vez, hay que poder generar propuestas para cada contexto porque no es lo mismo la Conca de Barberà, que todavía tiene un mosaico mediterráneo, con mucha gente que todavía tiene un poco de olivo, que, por ejemplo, el Hospitalet de Llobregat. Por lo tanto, en cada momento nos tenemos que preguntar de qué comunidad estamos hablando y qué potencial hay en su entorno. Y esto, con todo. De nuevo, si ponemos al centro la idea de la vida todo parece más fácil, porque entonces las políticas responderán a preguntas como: ¿qué necesitamos para alimentar la población? ¿Qué necesitamos para que tenga aire limpio?
Necesitamos simplificar circuitos.
Sí. Y valorar otras cosas que ahora mismo no lo están. ¿Tendremos que dejar de ir de vacaciones? No, pero lo tendremos que hacer de otro modo.
¿Qué más tendremos que hacer de otro modo? ¿Cuáles son los límites que tenemos que poner ya para garantizar una vida segura para todo el mundo?
Para empezar, limitar todos los desplazamientos privados y reforzar el transporte público. Y esto quiere decir dejar de pensar desde Barcelona. Tenemos el 70% del territorio ocupado por el 30% de la población; por lo tanto, hace falta planificación territorial. Otro gran límite sería el consumo de electrodomésticos y aparatos de electrónica que realmente no necesitamos. Tenemos que poner límites al derroche alimentario y nos hacen falta medidas más estrictas para evitarlo. Tenemos que poner límites a la especulación inmobiliaria y al precio de los alquileres. A las violencias. A los modelos de turismo insostenible…
Creo que cada vez la gente lo tiene más claro, donde hay que poner los límites. Y los tenemos que poner porque, si no, vendrán por sí solos.
Por último, me gustaría preguntarte por dónde pasa el futuro si tenemos garantizado aquello básico que has comentado anteriormente y si hemos establecido estos límites que acabas de explicar.
No lo veo tan lejos. Ya tenemos muchas iniciativas que apuntan a ello. El futuro pasa por un modelo de economía más social y solidaria, que no quiere decir solo pequeñas cooperativas, sino prácticas y compromisos con las necesidades vitales de personas, plantas y animales.
Implica, también, un reequilibrio territorial que permita la distribución de la población por todas partes; y estaría bien que fuera una distribución muy pensada, equitativa, con garantías y que no deje nadie atrás.
En definitiva, un modelo de ocupación del planeta Tierra organizado en pequeñas comunidades que trabajen para un abastecimiento, tanto en temas de alimentación, energía, apoyos comunitarios, desplazamientos, etc. Sin olvidar que todo está conectado y que lo tiene que estar para no renunciar a la capacidad crítica de pensarnos las unas a las otras.