¿Sabemos realmente lo que comemos? ¿De dónde viene? ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo afecta a nuestra salud y la de los animales? El británico Philip Lymbery, en el libro La carne que comemos. El verdadero coste de la ganadería industrial (Alianza Editorial, 2017) desmonta la industria alimentaria y explica los verdaderos costes de la ganadería industrial y otras prácticas agrícolas que tienen serias consecuencias para nuestra salud y la del planeta.
Al inicio del libro, insiste en el fin del mito: la mayoría de las granjas del mundo no son como aparecían en los cuentos infantiles, con pollos picoteando en un corral, cerdos felices revolcándose en el barro y vacas paciendo tranquilamente en los campos. Lymbery muestra de forma radical, con datos y gráficos, qué significa la ganadería industrial y cuál es el verdadero coste de la carne barata. Su libro se convierte en un llamamiento a un consumo más racional, saludable y compasivo.
Además, Lymbery, director ejecutivo de la organización internacional para el bienestar animal (Compassion in World Farming, CIWF), ha viajado por el mundo documentando los efectos del consumir barato y querer producir mucho y a bajo coste y los describe en 180 páginas a todo color, con grandes titulares y en un formato muy llamativo, que acompaña la potencia del mensaje: en todo el mundo se crían unos 70.000 millones de animales de granja cada año, dos tercios de los cuales en granjas industriales. Viven permanentemente encerrados y son tratados con máquinas de producción sin acceso a pastos o forraje. La comida que se les suministra atraviesa varios continentes y consumirían un tercio de los cereales producidos en el mundo, el 90 % de la harina de soja y hasta el 30 % de las capturas totales de pescado. Es un negocio que depende del uso de enormes cantidades de antibióticos –la mitad de los que se utilizan en el mundo–, lo cual constituye el caldo de cultivo para la aparición de nuevos «supermicrobios» resistentes a los antibióticos. Consume también recursos naturales tan valiosos como agua, tierra y petróleo.
Lymbery va desmontando la industria alimentaria a cada capítulo. Además, habla del estiércol y la destrucción de los acuíferos, de lagos envenenados, de plantas tóxicas, de la avicultura intensiva, de los fertilizantes que se utilizan en el campo (con un alto nivel de nitrógeno) y el impacto que provoca en los animales. Tampoco pasa por alto el agotamiento de los suelos, los hábitats que van desapareciendo por ciertas prácticas agrícolas, el negocio de las abejas, las piscifactorías como “las olvidadas granjas industriales bajo el agua», el impacto de los pesticidas y las consecuencias de todo en nuestra salud y en la del planeta que habitamos y compartimos con otras formas de vida.
En el capítulo 5 el autor apunta algunas de las soluciones ante este panorama tan desolador y describe experiencias de consumo responsable, también en el Estado español. Parece que Lymbery confía en la gente que empieza a transformar la industria alimentaría desde la mesa y con un consumo responsable. El consumidor, de nuevo, la pieza clave para cambiar el mundo.