Nuestra casa es mucho más que esas cuatro paredes entre las que intentamos sentirnos protegidos, en plan “república independiente”. Tras la puerta está la calle y en ella un montón de posibilidades para suavizar la dureza del cemento con algo de naturaleza, domesticada por la mano humana. Esos lugares pueden ser nuestros jardines urbanos.
El síndrome de déficit de naturaleza
En realidad, la necesidad de contacto con las otras vidas que comparten con nosotros el planeta nació después de la Revolución Industrial y el crecimiento brutal del ladrillo y el cemento. Esto se muestra en los grabados en blanco y negro de Frans Masereel: un hombre sentado en la colina, observa el horizonte de edificios y fábricas humeantes. Hace un siglo que el psicoanalista Erich Fromm utilizó por primera vez el término biofilia para referirse a la pasión humana por todo lo viviente. Con esta palabra se define nuestro sentido de conexión con lo natural; y nuestra supervivencia depende de ello. El periodista y escritor Richard Louv ha estudiado esta falta de lo natural y los resultados obtenidos los muestra en su libro Last Child in the Woods (El último chico en el bosque). En él, Louv relata cómo esa ausencia de contacto provoca efectos negativos físicos y psicológicos en las personas y se transforma en el síndrome de déficit de naturaleza.
Árboles para hacer la siesta
De forma instintiva, en la ciudad de Barcelona comienzan a desarrollarse iniciativas que ayudan a paliar este déficit. Los jardines van mucho más allá del parque público heredado de la tradición inglesa o de los espacios cerrados y privilegiados en las casas de la zona alta. Ejemplo de ello son las glicinas centenarias del Jardín del Silencio, salvadas de la especulación inmobiliaria por vecinas y vecinos que convirtieron el antiguo jardín de un convento derruido en un lugar para admirar en primavera el nacimiento de la flor malva, igual que hacen los japoneses en las sakuras, las fiestas populares para disfrutar de los cerezos en flor.
Jardineros como Josep Farriol, Pepichek, saben lo que significa sanar con los beneficios de la naturaleza. Las buganvillas gigantes de Palo Alto son obra suya y junto a ellas hizo crecer pequeños jardines a medida de las ventanas, desde donde eran observados. De esta manera, pretendía que la vista exterior favoreciera el trabajo y la concentración en las oficinas y ayudara en el día a día laboral. Hace poco ha terminado la cubierta verde de lo que antes era el Cine Alexandra, ahora convertido en hotel. En la parte más alta del edificio, donde muchos soñamos gracias a películas inolvidables, ahora lucen las flores para regocijo de abejas y otros microseres.
El periodista Jordi Bigues reivindica hacer la siesta bajo la encina de una plaza pública. En su propuesta “El gran capital” lo que genera riqueza son las 2.000 semillas de ese árbol que él recogió, plantó y cuidó en los viveros municipales. Ahora las 2.000 encinas se reparten por el territorio y el árbol madre pronto llevará el nombre del cineasta Bigas Luna, quien en sus últimos años de vida cultivó un huerto y creó una tienda de productos ecológicos en la que vender sus excedentes.
Jardines en el hueco de los árboles
Tamara Sancho también lo tuvo claro. Su barrio de calles estrechas, ocupadas por motos y coches aparcados en fila, junto a los contenedores de basura, no daba para más. El árbol frente a su puerta crecía a duras penas en ese ambiente, así que Tamara decidió convertir ese pequeño milagro de vida en un jardín y muchos otros vecinos imitan el gesto: por todas partes crecen pequeños jardines en el hueco de los árboles del Poble-sec. Ahora que Barcelona se libra del glifosato, ese químico nocivo usado para erradicar lo que algunos consideran como “mala hierba”, aprovechemos para convertir un pequeño rincón entre el asfalto en un jardín que nos ayude a vivir. Nuestra casa, nuestro hábitat, no es solo ese lugar interior, salgamos a la calle para descubrir que bajo el asfalto está la tierra.
Fotografía de la cabezera: Ignacio Somovilla.