Edi Pou es músico, periodista y activista cultural. Miembro de Za!, Los Sara Fontan y la Orquesta del Caballo Ganador, coordina el sello DIY Gandula, imparte talleres de improvisación conducida y organiza tanto conciertos como ciclos de música comunitaria. El 12 de junio, después de tres meses de parada apresurada y total de la escena musical a causa de la Covid-19, publicaba en la revista especializada ‘El temps de les arts’ un artículo donde acuñaba el concepto de “cesta ecológica musical”. En plena pandemia, con una concienciación ‘in crescendo’ en favor del producto alimentario de proximidad, de temporada y adquirido al comercio local, Edi Pou hacía el paralelismo con el consumo musical.
La “cesta ecológica musical”
En la escena musical, se lamenta Pou, a menudo pasa lo contrario que en el mercado alimentario, y se tiende a sobrevalorar lo que viene del extranjero y despreciar el producto local. Asímismo, haciendo el paralelismo con el producto de temporada, Pou apuesta por no hipotecar todo el presupuesto en cultura de muchos municipios en el gran festival de verano. “Una programación repartida tanto por el territorio como por el calendario insuflaría vida en los centros municipales, ahora vacíos en favor de los centros comerciales en salidas de autovía”. Finalmente, apelaba a la autoorganización de los públicos, en este caso consumidores, para “configurar de forma colectiva la programación que deseamos, y así dejar de quejarnos del mal gusto del regidor de cultura”. Es lo que Pou denomina la “cesta ecológica musical”.
Para Jordi Oliveras, fundador y coordinador de Indigestión, una organización que trabaja para promover la cultura musical desde la perspectiva ciudadana, “el paralelismo entre el consumo musical y el consumo agroecológico es muy pertinente”. Lo dice por lo que representa de alianza entre los consumidores de música y los músicos y creadores, prescindiendo de lo que en el sector alimentario sería la gran distribución y en el musical y cultural sería lo que se ha dado en denominarse “el sector”, o incluso, “la industria musical”. Oliveras rehuye de sentirse identificado con ningún “sector”, y de la voluntad de algunos de reunir bajo el mismo concepto a “una amalgama que va desde grandes empresas que sólo viven del dinero público, gente que hace mucho dinero, a músicos precarios”. Es por eso, también, que Oliveras pone en valor la toma de conciencia del consumidor agroecológico respeto un producto de proximidad, de calidad y remunerado de una forma justa y digna, y echa de menos alianzas similares en el musical.
El Sònar y el Primavera Sound, en manos de grandes fondos de inversión
Esta apelación a un consumo consciente también en los productos musicales tiene como trasfondo la proliferación en los últimos 25 años de los grandes festivales. Algunos de ellos ahora están en manos de fondos de inversión, como el Primavera Sound, un tercio de cuyas acciones fueron adquiridas en 2018 por el fondo de inversión norteamericano The Yucaipa Companies. Lo hacía pocas semanas después de batir su récord de asistencia, con 220.000 personas. Con pocos días de diferencia se anunciaba la compra de la mayoría de acciones de otro festival radicado en Barcelona, el Sònar, por parte del fondo de inversión también norteamericano Providence. La compra a Advanced Music, la empresa con capital catalán que lo había gestionado desde su creación el 1994, se hacía a través de Superestruct Entertainment, una sociedad de Providence creada el 2017 para agrupar marcas de entretenimiento, básicamente festivales de música.
Hay macrofestivales que no están al alcance económico de todo el mundi, vulneran derechos y dejan una fuerte huella ecológica
La excesiva dependencia de músicos y consumidores de grandes acontecimientos como los festivales, prácticamente inexistentes hasta hace 25 años, ha quedado más patente que nunca a raíz de la parada provocada por la Covid-19. En otro artículo publicado por Nando Cruz el 2 de julio pasado a Crític, a la vista de un verano sin grandes festivales, el periodista, uno de los mejores conocedores de la escena musical española de las últimas décadas, hacía un memorándum con los “diez males de los macrofestivales”. Lo hacía en el marco de lo que algunos veían como poco menos que el fin del mundo, pero que él ponía en contexto, recordando que “hace 25 años este modelo de consumo masificador y concentrado que hoy parece esencial casi no existía”. Y es que, por ejemplo, el Sónar nació el 1994, el FIB de Benicasim el 1995, y el Doctor Music el 1996.
Nando Cruz citaba entre las lógicas más cuestionables de los macrofestivales algunas de las que también apuntaban Jordi Oliveras y Edi Pou. Desde la brecha cultural que generan productos que no están al alcance económico de todo el mundo, a la vulneración de derechos laborales o la huella ecológica que representa la dependencia de un público venido de todo el continente para sacar una máxima rentabilidad económica. Sin olvidar la distorsión del tejido musical al primar un tipo de propuestas que “encajan en los cánones del buen gusto y poco o nada conflictivas, un tipo de música con la cual espònsors e instituciones no se sentirán nunca incómodas”.
¿Fast food musical? Cuestionando el apoyo público a los macrofestivales
También porque, en opinión de Cruz, llevan a un “hiperconsumismo” basado en un “modelo de consumo delirante”, con jornadas maratonianas durante tres días seguidos que generan “angustia, agotamiento y finalmente apatía ante aquel grupo que hace dos días te tenía el corazón robado”. Todo ello, según Cruz, presenta “una derrota absoluta en la construcción de los hábitos musicales”. “Es como el saco de patatas que te hacen comprar al súper, aunque solo quieras tres, y ya lo compras sabiendo que muchas se echarán a perder”, apunta Cruz, otra vez haciendo el símil con el consumo alimentario.
Pep Tarradas es uno de los portavoces del Sindicato de Músicos Activistas de Cataluña (SMAC), a través del cual en los últimos años se han vehiculado algunas de las reivindicaciones de otro modelo por parte de músicos y creadores, empezando por la relación de las instituciones con el sector, y el cumplimiento del decreto de 1985 que regula la contratación de artistas por parte de los organizadores, tanto si son públicos como privados, y no como pasa actualmente, que cada cual se tiene que espabilar como puede, la mayoría a veces cayendo en la más absoluta precariedad y desprotección.
Administraciones como la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona invierten mucho dinero en finanzar macrofestivales musicales
Desde el SMAC también son más que críticos con el “modelo masificador”, en palabras de Tarradas, que no existía antes de los noventa y que ha llevado a un modelo de consumo musical basado en los grandes festivales. Un modelo, denuncia Tarradas, incentivado desde las mismas administraciones, empezando por la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona, que inyectan cantidades ingentes de dinero. Según datos aportados por Nando Cruz en su trabajo, el Primavera Sound recibió 977.000 euros de subvenciones del ICUB, el Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, entre 2013 y 2019. El Sónar, sólo entre 2016 y 2018, 1,1 millones a través de un convenio con el Departamento de Promoción Económica del Ayuntamiento de Barcelona. Y los ayuntamientos más pequeños, en opinión de Tarradas, han acabado asimilando el modelo, “y las fiestas mayores han dejado de ser lo que eran”.
Jordi Oliveras también se muestra muy crítico con el apoyo institucional a determinados modelos de consumo musical: “Tenemos que mirar donde ponen el foco a la hora de fijar los criterios para otorgar subvenciones, si en engordar grandes estructuras, aquello de cuanto más gordo mejor, o en propuestas ciudadanas o de pequeños creadores culturales, porque si lo que quieren es fomento de la empresa, que hablen de políticas de ocupación o de otro tipo, pero que se olviden de hablar de políticas culturales”.
El modelo de los grandes festivales, lamenta Tarradas, tiene “efectos devastadores, tanto para el público como para los artistas”. En la línea de lo que exponía Nando Cruz, Tarradas hace hincapié en “la saturación y por tanto la apatía entre el público”, que se ve imposibilitado de disfrutar de la música, “y se acaba simplemente tragando música como si fuera comida rápida”. Un concepto, el del “fast food musical”, que también menciona Àlex Pujols, bajista del grupo Txarango, uno de los pocos que en los últimos 15 años han podido moverse fuera de la precariedad que reina en buena parte del sector. Txarango funciona como cooperativa, son impulsores de un festival como el Clownia – que rehuye y reniega del concepto de macrofestival – y están implicados en otras iniciativas sociales, algunos de ellos vinculados a otros proyectos. Como el Festival Esperanzah, del Prat de Llobregat, que formarían parte del otro lado de la moneda, el de las alternativas al modelo hiperconsumista de los macrofestivales organizados por empresas propiedad de grandes fondos de inversión y que están sometidos a la lógica de obtener beneficios como primera prioridad, por delante de cualquier otro criterio.
El concepto de industria musical: creación y/o negoci
En opinión de Pujols, la Covid-19 también ha puesto ante el espejo el modelo de grandes festivales. “Te planteas si un modelo basado en entradas caras para consumir sin cesar conciertos desde las 3 de la tarde a las 3 de la madrugada, es realmente sostenible”. Y menciona algunos festivales que este año, a causa de la Covid-19 “y para salvar los patrocinios”, han acabado recurriendo a última hora a músicos locales, habitualmente desterrados de este tipo de programaciones. “El próximo año, si vuelve la normalidad, ¿volverán al modelo anterior?”, se pregunta Pujols, que también se muestra reticente a incluir el tipo de música y de acontecimientos que impulsa Txarango dentro del concepto de industria musical. “Es un concepto que siempre me ha hecho un poco de repelús, apela a una relación muy productivista, de vendedor-cliente, de la cual nosotros siempre nos hemos sentido muy alejados”, afirma.
Pep Tarradas también rehusa vincular creación y negocio: “Tendríamos que preguntarnos por qué está tan interiorizado el hecho de creer que la cultura y el arte se tienen que organizar alrededor de una industria; negocio y creación musical no tendrían que ir de la mano”, opina. Considera que partir de la idea de que la cultura se gestiona desde la industria “siempre acaba priorizando la ganancia económica por encima de la producción cultural, se pone en valor la cultura por los beneficios que aporta a nivel económico y no por el beneficio comunitario”.
Un beneficio comunitario que, en opinión de Òscar Rando, cara visible del Festival Esperanzah, sí que aportan ecosistemas como el que tienen montado en el Prat de Llobregat. Un entramado de proyectos culturales, económicos y sociales que giran en torno a este acontecimiento musical anual, con estrechas vinculaciones con la economía social y solidaria del municipio y la comarca, pero también con proyectos comunitarios del barrio de Sant Cosme, que hace dos décadas vio como nacía GATS, una asociación impulsada por un grupo de jóvenes que pretendían dar salidas al barrio a partir de la producción cultural.
Ticketic i Ticketea, dos modelos contrapuestos
Txarango y Esperanzah confluyen también en algunos proyectos compartidos. Como Ticketic, nacido del ecosistema cooperativo del Prat, y que se presenta como alternativa al negocio que hacen otras plataformas como Ticketea a partir de la venta de entradas de acontecimientos musicales. Ticketea es propiedad desde 2018 de la multinacional norteamericana Eventbrite, la empresa más grande del mundo en el sector de la venta de entradas. Ticketic se estrenaba precisamente con la venta de entradas para la última gira de Txarango, que tenía que empezar el junio pasado y que se ha tenido que aplazar por las restricciones impuestas a raíz de la Covid-19. Òscar Rando recuerda como en unas circunstancias similares Ticketic aguantó una demanda masiva de entradas cuando se pusieron a la venta las de la gira de Txarango, cuando por ejemplo, cayó el sistema de Ticketea con la venta de entradas de Rosalía, en unas circunstancias similares a las de la gira del grupo de Ripoll. “Hemos demostrado una capacidad de respuesta de cualquier multinacional, con muchos menos recursos”, declara Rando con satisfacción nada disimulada.
Con los mismos pocos recursos, añade, desde la economía solidaria, y en este caso de Ticketic, se demostró una capacidad de respuesta inmediata “ante las necesidades de su comunidad” a raíz de la Covid-19. En los meses más duros del confinamiento, con la organización de pequeños conciertos en ‘streaming’ a través de las redes sociales del Esperanzah, se consiguieron más de 20.000 euros, prácticamente la mitad de los cuales fueron a causas sociales. La otra mitad iba destinada a poder retribuir los músicos y a pequeños gastos de mantenimiento.
Barres i birres
Txarango y Esperanzah también forman parte del grupo impulsor de la cooperativa Las Contrabandistas, que también tenía que dar servicio inicialmente a la gira de Txarango, pero con el horizonte de dotar en el futuro de barras con bebidas y alimentos producidos desde la economía solidaria a determinados espacios culturales, básicamente fiestas populares y algunos festivales que rehuyen el modelo hiperconsumista, como pueden ser el Canet Rock o el Biorritmo, entre otros. La estrella, y de aquí el nombre de Barras y Birras con que inicialmente se conoció lo que después acabaría siendo Las Contrabandistas, es una cerveza fruto de la intercooperación de varias elaboradoras artesanas cooperativas de toda Cataluña, también socias del proyecto. Una cerveza artesana, cooperativa y que permita a determinados espacios no tener tanta dependencia de grandes marcas que no siguen criterios sociales y ambientales.
Existe una cerveza fruto de la intercooperación de varias productoras artesanas cooperativas
Pero más allá de casos como Txarango y Esperanzah y algunos otros, ¿están preparados el mundo musical y el de la economía solidaria para construir un modelo basado en un consumo más consciente? En opinión de Ricardo Antón, consultor cultural de la cooperativa vizcaína Colaborabora, “ante una potente industria musical, hoy por hoy no existe una economía alternativa suficientemente articulada”. Cree que se requiere la intervención de varios actores, no solo los mismos músicos, “que en lo que están pensando es básicamente en hacer música”, para que “desde el propio tejido que rehuye de modelos industrializados”, se pueda acabar controlando y responsabilizándose de la producción y la gestión con criterios de consumo consciente y economía solidaria. Insiste que no lo tienen que hacer los mismos músicos, sino interviniendo en toda la cadena de valor del ámbito musical a partir de agentes que se sientan cómodos con este tipo de economía. Él menciona casos exitosos, pero de momento aún demasiado excepcionales, como puede ser Producciones Doradas.
Una Caja de Resonancia horitzontal y de base
Ricardo Antón acaba apelando al papel que juegan no sólo músicos, sino también una parte muy invisibilizada del sector, como son todos los técnicos, desde técnicos de sonido a iluminadores, montadores, etc. “que son los que sostienen el desarrollo de las actividades”. Un sector que también menciona Pep Tarradas, y del cual recalca la precariedad con que trabajan, por ejemplo, en macrofestivales, con jornadas laborales inacabables. “Seguramente lo más importante como trabajadores de la música es autoorganizarse, conocer los propios intereses y tejer sinergias con trabajadores de otros sectores”, apunta Tarradas. La pandemia, añade, no ha hecho otra cosa que “hacer visibles las vulnerabilidades y la precariedad de nuestra cotidianidad”.
Y en plena pandemia, también, aparecieron otras iniciativas que van en la dirección que apunta Tarradas y, de hecho, la SMAC está entre los avaladores de alguna de ellas, como la CDR, siglas de la Caixa de Resonancia, una plataforma ética de intercambio de actividades y experiencias musicales, no solo conciertos, sino también talleres, charlas, podcasts, etc. con el objetivo de difundir el trabajo de los músicos y conectarla con el público a través de internet con una herramienta colectiva que facilite relaciones digitales solidarias. Nacen con el objetivo de ser una alternativa a los servicios tradicionales de ’streaming’, sin ánimo de lucro, con herramientas de código libre y apostando por una relación directa y horizontal entre artistas y consumidores.
Casar la producción musical con modelos económicos sostenibles y solidarios es el gran reto
Y es que como apunta Jordi Oliveras, no se trata tanto de estigmatizar la actividad económica vinculada a la música “ni de pensar cómo sería la actividad musical fuera de la economía”, sino de promover “una economía que se adapte a nuestras necesidades”. En este sentido, cita marcos como los que se establecen a partir de plataformas como Spotify o Youtube, que “en realidad lo que han hecho es sustituir la dependencia de unas multinacionales por otras”. Incluso un grupo ‘mainstream’ como Txarango, lo que puede llegar a cobrar de Spotify, iTunes o Youtube “son décimas de céntimo” comparado con lo que pueden obtener a través de los bolos, según explica Àlex Pujols. “Cómo podemos casar la producción musical con modelos económicos sostenibles y solidarios es el gran reto”, en opinión de Ricardo Antón. “Está claro que hace falta más cultura y menos industrias culturales, y no sé cuál es el papel de las políticas culturales, pero sí que los artistas tenemos que tener un papel más directo”, concluye Pep Tarradas.